Zoran Music
“En 1935, Antonio Zoran Music estaba en Madrid, visitaba asiduamente el Museo del Prado y, aunque estudiaba atentamente la obra de Goya, se dejó fascinar muchas veces por El triunfo de la Muerte, de Brueghel el Viejo: lo terrible es que pocos años después, en Dachau, el pintor pudo contemplar escenas muy parecidas a las del cuadro de Brueghel, tan diferente a los dibujos de Zoran Music, bajo lo que el artista podría haber escrito, como Goya, «yo lo ví», y que son, en realidad, sólo un pálido reflejo de lo que realmente pudo contemplar; íntimos, cercanos, dice Jean Clair que representan «lo inmediato y lo irremediable», son dibujos contra el olvido, y sobrevivieron, como el propio artista, con grandes dificultades; atentos al detalle, eluden la visión general, ya había constatado Felix Valloton, en 1915, que la guerra no puede pintarse, sólo sus efectos.
Los dibujos de Zoran no son como los cuadros rememorativos de Boris Tasliztky, una de las muchas formas de realismo presentes en la posguerra europea; por eso Zoran nos enfrenta, de manera silenciosa, al horror, en lucha sorda contra el olvido que aterraba a los supervivientes, así lo ha contado Prime Levi. Las imágenes se erigen contra el olvido. La barbarie ordinaire es el título que Jean Clair ha dado recientemente a su libro sobre Zoran Music. Una conversación entre Zoran Music y Kosme de Baraño, en Zoran Music: el hombre sin territorio (obras 1945 – 1993).
La obra de Zoran Music (Eslovenia, Girizia, 1909-Venecia, 2005) se trata de una pintura que construye, mediante la expresión y representación, sin concesiones de la soledad del destino, una de las poéticas más intensas sobre la fragilidad y el desamparo existencial que se apodera del ser humano tras la Segunda Guerra Mundial. Zoran Music comienza a dibujar clandestinamente en Dachau un largo centenar de dibujos: hombres ahorcados, hornos crematorios, cadáveres troceados, pilas de cadáveres amontonados a las puertas del Infierno, que crea por una necesidad de plasmar todo lo que estaba viendo, legándonos un documento único para la historia del arte. Posteriormente pintará paisajes de la Toscana y de Venecia, donde residía, para retomar, en 1990, la inspiración de la tragedia que suponen la deportación, la guerra y la violencia. Sus últimas series, protagonizadas por la figura humana, con cuerpos desnudos y desgarrados simbolizando la soledad y la meditación, pusieron de manifiesto el poder creativo de Music, obsesionado con su visión de la deriva del ser humano hacia la muerte.»
Allí, robando de donde podía tintas y papeles sucios, realizó clandestinamente, en una lucha por la sobrevivencia del arte y de la memoria, unos 180 dibujos de lo que veía a diario: a sus compañeros convirtiéndose primero en esqueletos andantes por el hambre y las torturas, luego muriendo en hornos crematorios, en el pabellón de tifus (a donde los nazis no entraban por miedo al contagio) o ahorcados, y por último, ya vueltos cadáveres, amontonados en pilas como basura o troceados como reses.
De milagro sobrevivió, y esos dibujos sirvieron de bocetos a la serie de pinturas y grabados que, con el obsesivo título de Nosotros no somos los últimos, son un testimonio de los horrores a los que pueden enfrentarse los seres vivos. “No trato de hacer una declaración pomposa cuando pinto cadáveres. No se trata de una protesta. Es algo que sucedió”, dijo, con la típica vergüenza del sobreviviente.
Estos cuadros parecen la versión en imágenes de los libros Si esto es un hombre y La tregua, que escribió otro invitado forzado a los campos de exterminio nazi, Primo Levi (1919-1987), también acosado por ese mal que los psicólogos llaman “Síndrome del sobreviviente”; y que, harto de soñar todas las noches que despertaba en Auswitchz y que nunca saldría de ahí, decidió acabar con su vida lanzándose al vacío en espiral de la escalera de caracol de un edificio.
Por su valor artístico, la obra de Music va más allá de la crónica de un sólo hecho histórico: Sus retratados son las víctimas de Dachau, pero también son las víctimas de cualquier represión.
Admirador desde niño de Egon Schiele y Gustav Klimt, la obra de Music tiene claras influencias del simbolismo. También del Greco y de Goya, a quienes copió con fervor en El Museo del Prado y en Toledo. Pero no es cierto, como se ha dicho a veces, que haya estado al margen de las corrientes de su época. Su obra maestra, la serie Nosotros no somos los últimos, influida por los grandes artistas alemanes Kathe Kollwitz, Otto Dix y George Grosz, es sin duda expresionista, y tiene varias similitudes con las de otros expresionistas interesados en dar su testimonio de la historia y de la condición humana, como José Clemente Orozco.
En los 70’s pintó en la Toscana y en Venecia brumosos paisajes donde las ciudades parecen tan frágiles y momentáneas como la niebla.
Sus últimas series, con cuerpos desnudos que representan la soledad y la meditación, son a menudo autorretratos. Todos los días siguió representando la visión del propio deterioro, de la deriva de un ser humano hacia la muerte. Estás obras lo emparentan con aquellos que también practicaron el autorretrato con obsesión y crudeza, como Rembrath, Van Goh, Frida Kahlo, Kathe Kollwitz y Cindy Sherman.
Alguna vez Zoran Music dijo: «Toda mi pintura ha girado en torno a un sólo tema: el paisaje desértico que es la vida.»