Gérôme fue uno de los pintores más célebres de su época, aunque eso no le libró de ser objeto de críticas y polémicas durante toda su carrera. Su popularidad trascendió las fronteras de Francia gracias a la forma en la que aprovechó la fotografía, además de para componer algunos de sus cuadros, para «vender» su obra, lo que lo convirtió a partir de la década de 1870 en uno de los artistas más admirados en Estados Unidos.
Así, desde 1859 y a petición de su marchante y editor, Adolphe Goupil -que más tarde se convertiría en su suegro-, usó reproducciones fotográficas y estampas para divulgar su obra.
Un trabajo de documentalista
El artista, que se formó en el taller de Paul Delaroche, donde ingresó a los 16 años, poseía una absoluta precisión en el dibujo y una gran maestría en el uso de los pigmentos, pero no se limitó sólo a plasmar los temas de la Antigüedad clásica y de Oriente o de la historia de Francia, que le fascinaban, como el resto de los románticos.
Detrás de la forma en la que se enfrentaba a sus composiciones había una amplia labor de documentación a lo largo de sus viajes a Italia, Turquía o Egipto. En sus obras se imponía su impulso racionalista de dar una información veraz y utilizaba la fotografía para elaborar figuras, escenas o paisajes y se basaba rigurosamente en las investigaciones científicas y arqueológicas de la época.
Además, impuso una novedosa concepción de la esceneografía, adelantándose en el tiempo e inspirando escenas de las grandes producciones cinematográficas de temática histórica de realizadores como Cecil B. DeMille o Mervyn LeRoy, sobre todo las basadas en la Roma clásica. En esta influencia en los realizadores de las primeras superproducciones tuvo que ver la gran difusión de su obra en Estados Unidos.
En suma, Jean-Léon Gérôme supo combinar en su obra una identidad científica con otra popular, basándose en temas anecdóticos que le garantizaban el éxito entre el público, y esto lo que hoy en día también hace tan valiosa su obra para los historiadores del arte y el público en general.
Jefe de filas de los neogriegos
Cuando ingresó en el taller de Delaroche y donde quedaría bajo la influencia directa de Jean-Dominque Ingres, junto con el primero los grandes defensores de la tradición academicista en la que se enmarca la primera parte de la obra de Gérôme.
En estos inicios, el pintor francés cultivó tanto el género de la pintura histórica como el del retrato, y con el cuadro Pelea de gallos (1846), que se presentó en el Salón de 1847 y que le hizo ganar una medalla de tercera clase, se convirtió en el jefe de filas de la nueva escuela de los neogriegos. A partir de entonces comenzó a recibir sus primeros encargos oficiales.
Su interés por la Antigüedad clásica, unido a su deseo de plasmar la veracidad arqueológica, le sirvió de pretexto para hacer representaciones costumbristas y sentimentales que ponen en escena una Antigüedad humanizada, intimista y casi trivial.
Ese interés por lo verídico, el realismo de la anécdota y el afán por el detalle propios de su arte, le acompañarán a lo largo de toda su producción, tanto en los temas históricos y mitológicos como en los de temática oriental. Así, el Oriente que plasma no es el imaginado por la generación anterior, sino el documentado mediante los bocetos realizados por sus viajes por Oriente Próximo y por las fotografías tomadas por sus compañeros de viaje.
Gérôme y la historia
La pintura de historia y los tres grandes temas que abordó: la Roma antigua, las escenas napoleónicas y las del reinado de Luis XIV. Pero a ellos les imprime un carácter especial; en lugar de centrarse en el hecho culminante del momento histórico, el artista francés prefiere representar en sus cuadros la anécdota, la escena inmediatamente anterior o posterior.
Esto le da a sus cuadros un carácter marcadamente narrativo enfatizado por el sentido teatral de la composición y por una concepción de la escena prácticamente cinematográfica. De hecho, sus representaciones de la civilización romana y el culto al detalle arqueológico exacto sirvieron de referencia a grandes películas y ejemplo de ello es que cintas como Quo Vadis (1951), de Mervyn LeRoy, o Ben-Hur, de William Wyler, muestran escenas con un paralelismo evidente con óleos como La muerte de César (1867) o Pollice Verso (1972).
El afán por el detalle y por la verdad arqueológica que presidió toda su vida alcanza en su obra escultórica y pictórica de esos años el ilusionismo y el trampantojo llevados casi hasta la obsesión y se convirtió en el centro de los debates de la época.