No hay mejor ejemplo que las estampas de Rembrandt para comprobar todo lo que el arte del grabado, un Arte con mayúsculas, puede dar de sí.
En muchos casos se muestra todo el proceso de creación de una imagen y, a través de las pruebas que el artista iba estampando para comprobar el estado de su trabajo sobre la plancha, se mira a través de sus ojos. Se entienden así sus avances o sus pentimentos, por qué sigue trabajando una zona de la imagen más que otra, por qué con dos rayas de un negro intenso colocadas en el lugar preciso logra crear un ámbito espacial completo, o por qué, en suma, unas figuras están trabajadas con toda minuciosidad a base de miles de trazos finísimos, casi imperceptibles, y otras consisten en una silueta que a veces ni siquiera está cerrada y tienen tanta corporeidad como las anteriores.
En otros casos se muestran juntas las imágenes tan dispares que resultan de estampar una misma plancha sobre papel china, japón, pergamino o sobre papel europeo. También Rembrandt iba creando obras diferentes en el momento de la estampación al entintar y limpiar la matriz de manera distinta en cada caso, haciendo auténticos monotipos.
Cada persona se puede acercar a una estampa de una manera diferente, según lo que busque en ella. A veces lo que más nos interesa es el tema que representa y los diversos elementos que componen la imagen; otras veces admiramos la sabiduría de la composición, o el juego de las luces y las sombras, del blanco y el negro o de las gradaciones tonales, o bien intentamos identificar la técnica que ha utilizado el grabador o si ha mezclado varias de ellas. Al mirar atentamente las estampas de Rembrandt, nos damos cuenta de que cada uno de estos elementos y todos juntos han originado una obra maestra.
Rembrandt tenía una idea en la cabeza cada vez que se sentaba delante de una plancha. En cada idea había un problema que resolver, y el reto que se planteaba a sí mismo era cómo resolverlo con los medios que le proporcionaban las técnicas del grabado que conocía. Para él, cada grabado significaba una nueva investigación, era un paso más en su lucha para lograr la mayor expresividad, fuerza e intensidad posibles de la imagen. Por esa razón, cada una de sus estampas es diferente, y por eso tuvieron ya durante su vida y han seguido teniendo a lo largo de los siglos tanto atractivo, no sólo para los coleccionistas sino para todo aquél que las contemple.
Desde un punto de vista iconográfico, la mayoría de las imágenes de cualquier género creadas por Rembrandt, sobre todo en su etapa de madurez, no guardan relación con la de ningún otro grabador de su época.
Ninguno se ha autoanalizado con la intensidad, sinceridad e inmediatez con que él lo hizo en sus autorretratos, desde los más tempranos, en los que utilizaba su propio rostro como soporte para aprender a representar distintas expresiones o «pasiones» del alma, hasta los últimos, donde plasma con absoluta franqueza la situación anímica en la que se encontraba. Ninguno ha querido o ha sabido representar una expresión tan triste en los ojos como la que tiene en las pruebas del primer estado deRembrandt grabando o dibujando junto a una ventana de 1648. En el siguiente estado de la plancha cambia la mirada haciéndola más firme, como avergonzado de haberse desnudado por dentro y mostrarse a los demás tan sinceramente. Porque la naturaleza misma del grabado reside en su multiplicidad, y nunca es bueno que la imagen pública de un artista famoso que va a correr de mano en mano sea la de un hombre triste y derrotado.
Al cambiar la expresión de sus ojos, intensificar la fuerza de la mirada y robustecer su figura contra el fondo oscuro de la habitación, Rembrandt presenta al espectador una imagen de sí mismo muy diferente de la delautorretrato de nueve años antes, en la que aparecía como un triunfador que irradia fuerza, dignidad y seguridad en sí mismo; su rostro de facciones vulgares y poco agraciadas, su atuendo sencillo y la desnudez del escenario hablan de un hombre solitario que trabaja encerrado en su mundo. Ese cambio sutil de la expresión de los ojos que, a su vez, altera todo el sentido del retrato sólo se puede advertir al comparar muy de cerca y con mucho detenimiento las pruebas del primer y segundo estado de la plancha en ejemplares tan excelentes como éstos de la Bibliothèque nationale de France, y supone un ejercicio de concentración y reflexión por parte del espectador que le hace identificarse con el artista y, en cierto modo, participar en el proceso de creación de la obra al reconocer los pasos que la han ido formando y transformando. Pero esto no sólo ocurre en el caso del citado autorretrato; si se estudian los sucesivos estados de los retratos de otros personajes, se advierte un fenómeno semejante. En el primer estado, en el que muchas veces Rembrandt empezaba a dibujar directamente sobre la plancha sin que, al parecer, hubiera un diseño previo, la expresión de los rostros, especialmente de los ojos, es mucho más sincera y reveladora que la que aparece en el estado definitivo.
Otro ejemplo podría ser el de Pieter Haaringh «el Joven», uno de los retratos grabados más impresionantes del siglo XVII por su planteamiento y ejecución. El personaje está inmerso en una oscuridad casi total, de manera que toda la atención se centra en su rostro de facciones delicadas, iluminado parcialmente por la luz de una ventana enrejada. Sus ojos y su boca denotan una gran melancolía, acordes con lo sombrío de la habitación. La especial textura y el tono dorado del papel japón de la prueba que se expone hacen que la tinta de las rebabas que ha dejado la punta seca adheridas a la plancha cree una imagen de un negro intenso y aterciopelado, profunda, inquietante. Esta sensación se va perdiendo en las pruebas de los siguientes estados a medida que va desapareciendo la punta seca; no sólo la imagen se aclara y se hace visible el esquematismo de la composición, sino que al volver a grabar los ojos que, con seguridad, se habían deteriorado en las sucesivas estampaciones, éstos cambian de expresión: ahora miran directamente y con mayor firmeza que antes al espectador, probablemente con menor sinceridad.
Los cambios en la expresión de los ojos se convierten casi en un juego en los seis estados del Retrato de Clement de Jonghe. Bajo la sombra del ala del sombrero, la mirada del comerciante de estampas va variando de un estado a otro de la plancha, como si hubiera posado varios días en los que su humor hubiese sido diferente. En el primero observa francamente al artista/espectador entre escrutador y algo desconfiado, en el segundo tiene una mirada pensativa, en el tercero ha entornado los ojos y su mirada parece más fría y distante, mientras que en los estados posteriores vuelve a ser fija y directa. En casi todos los retratos de Rembrandt, y en éste de una manera especial, se advierte una clara diferencia entre los dos ojos, algo frecuente en muchas personas, y el artista utiliza este hecho para conferir más expresividad a los rostros. En el caso de De Jonghe graba y regraba cada uno de ellos por separado, agrandándolos, abriéndolos y cerrándolos y exponiéndolos más o menos a la luz. Los sutiles cambios de iluminación de los dos lados de la cara, el progresivo aumento de intensidad del color negro del sombrero, que juega un papel muy importante en las variaciones del conjunto, los ligeros toques de punta seca situados en lugares muy concretos pero fundamentales para dar volumen a la imponente figura, todo ello muestra la extraordinaria capacidad de Rembrandt para hacer de una plancha de cobre, una punta y el ácido instrumentos capaces de representar de un modo apenas perceptible, pero real, los sutiles cambios de humor y de actitud de una persona.
Si se hace un recorrido por los rostros que aparecen en los cuadros de Rembrandt, se ve la infinita variedad de sus miradas. Rembrandt estudia cada una de ellas y la convierte en el elemento fundamental que caracteriza a cada personaje, y lo mismo ocurre en sus estampas. Rembrandt fue capaz desde el principio de su carrera como grabador de plasmar en sus retratos lo más profundo de la personalidad que se esconde tras el rostro de los seres humanos. Unos, como los de su madre, muestran la serenidad que se alcanza con la vejez; los de su padre, la resignación y la aceptación de la muerte; en los primeros de su esposa hay seguridad, y en los últimos, dolor; en los suyos pasa del triunfo a la tristeza y el hermetismo. Supo representar también las personalidades muy diversas de los miembros de la comunidad burguesa en la que se desenvolvía, predicadores, abogados, funcionarios, comerciantes, médicos o simplemente amigos, y tuvo la suerte de contar con coleccionistas de estampas capaces de reconocer y admirar su arte excepcional, que buscaban ansiosamente sus estampas para reunir todas las sutiles variantes que introducía en ellas.
Elena Santiago Páez